lunes, 3 de marzo de 2008

Cronicas: el transeunte.

A veces esta ciudad es como una fotografía vieja de algún familiar muerto; que nunca conocimos y que, entre los matices difuminados del gris, nos imaginamos: esa referencia que se nos queda, impregnada de fantasías, en algún recoveco de la memoria. Así, cuando cruzo la Plaza de la Convalecencia y llego a la infinita Ponce de León, me detengo, y trato de buscar la sombra, unisombra, sin edades de esos edificios, donde son las librerías, los maltrechos cafetines, esos comercios invariables, mis transeúntes cotidianos, imagino Río Piedras como una alegoría, que quizás me esconde, sutil y en ocasiones violentamente, mi misma esencia. En tales circunstancias, siendo este mi epicentro, mi función de existir, transcurro, callado y silencioso, por estas calles en mi odisea urbana, en mi lapsus gris en la fingida micro-metrópolis que me circunscribe a su corazón inorgánico. Soy el transeúnte cotidiano, el fantasma multiforme que navega, como el jazz , por las aceras mirando desde allí el mar de asfaltos interrumpirse, en mi vista, con la navegación paralela de automóviles todo el tiempo.

Por eso aquella tarde entré a aquel bar y, con mi parsimonia tan estúpida, bebí mi primer trago: Whiskey doble a las rocas y el tercer cigarrillo de aquella tarde. Solo diez minutos mas tarde llegó el entrañable Mateo con su sonrisa clarividente, translucida, que era un contraste en la emergente noche que se abría, virgen, afuera, a través de los cristales en una ciudad sucia que comenzaba a despoblarse: ¡oh Rió Piedras, siempre transitoria!

¿Qué hace’, cabrón? – Mateo, y su coloquial cabrón amigable.
Na’, bebiendo un momento.
¿Y que vas hacer hoy? ¿No vas a janguiar?
Viste’ creo que sí, vamos con los nenes pa’l Boricua: unas cervezitas, unos garets, quizás… algo pa’ quemar.
Pues dale, cabrón, igual te llamo. Una medalla por favor… cabrón que buena esta esa tipa.

La conversación fluía.

La tipa no tiene nombre, no para nosotros. Es la que siempre trae las cervezas y la que hace de las noches alborotadas una velada afro-cervecera dando en el “counter” de madera con el envase de plástico que existe sobre él para las propinas; siempre atenta y, sobretodo, siempre igual de buena, trajo la cerveza de Mateo, coloreada de hielo fino. Se oía el clásico La Perla, esa canción que bien alude a generaciones de jóvenes escapistas e inconformes que bajaban esos mínimos escalones que la marginan para penetrar el recinto sagrado de los dioses de nuestra generación: pasto, perico, pali….

Bebimos, y bebimos. Síntesis: un whiskey doble a las rocas, seis cervezas, un vodka con cranberry, alrededor de nueve cigarrillos. Ya había descendido la noche, y se me fue el tiempo de ir a casa a cumplir el debido rito social para salir de noches (bañarse, escoger ropa bonita si bien no elegante ni fishu), aunque Río Piedras, valga decirlo, es la excepción; excepción porque Río Piedras es donde tu vas cuando no eres calles para sentirte calle, es la anécdota del lugar tenebroso, es la posibilidad de algún algarete que contar y postiar por facebook, además, es el punto de encuentro de mucha gente “cool” haciendo cosas “cool” en un lugar que no es, pero ellos hacen por su presencia, “cool”. Y Río Piedras no es “cool”, porque, a pesar de todo, es verdadera: las caras viejas que pasean la Plaza del Mercado, inmigrantes con otro español que caminan Capetillo, barberías, sitios para hacerse las uñas a manos de orientales, El Paseo De Diego, guaguas publicas. Pero regresando al punto, entre los que buscan una u otra expresión de Río Piedras, prostituyendo el espacio sagrado de la ciudad (vehiculo fundamental de la convivencia), están los que no buscan nada; para los que la ciudad es una circunstancia inevitable, que se vive sin ser una u otra cosa. Bueno, ya era de noche, noche plena. Estoy en el Boricua y aparecen mis compañeros y como era martes podíamos ir al Jazz, a oírlo y montarnos en él en el Taller Ce, a escasos pasos del boricua: entonces fuimos, vamos. No hay que decir nada mas sobre la mínima estadía en el Boricua: gente, gente, gente. Sin embargo, el Boricua sigue siendo un espacio feliz.

Taller Ce: oscuro, Medallas a uno con cincuenta, velas en las mesas de plástico, una pequeña tarima en la cual se proyectan imágenes al fondo y el jazz sobre ella: batería, contrabajo, trompeta, sax, piano. “In a sentimental mood”, el Duke (Duke Ellington). Una cerveza… consecuentemente un cigarrillo. Aparece Mariana, compañera y amiga, vestida de músicas con la sonrisa alegre en la cara; todo el mundo parece estar alegre hoy. Interrumpe la concurrente alegría y sus elementos, Mateo y ahora Mariana, el Wolf, hacedor del aerosol. Entonces hablamos: “On the Road”, Jack Kerouac; Bosanova; Jazz, don de la ciudad; alguna palabra sobre drogas; cine… Sigue sonando el jazz, luz en la oscuridad siempre perenne hasta en los días aquí, donde la poesía se hace personas.

Wolf: “tengo los canes y pa’l de markers….”

Las palabras precisas, los sonidos perfectos; nuestros ojos rojos, ávidos ojos de la noche perpetua, de las mañanas repetidas y repitiéndose, entre las conversaciones de siempre… entre cigarrillos incandescentes sobre nuestros labios. Estamos en la calle. Volvemos al Boricua: una cerveza, soplo del tabaco en los pulmones: cigarrillos. Bordeando el Boricua – lugar alegre de gente triste y estúpida, como nosotros (aunque no seamos “cools” por excelencia), donde se encuentran aquellos que fueron estudiantes durante el día encerrados en el recinto (superficie entre rejas) impenetrable, ahora son otra cosa, y esos otros que fueron también transeúntes solo durante el día, porque aquí no existen transeúntes en las solitarias noches de insomnio – está nuestra galería predilecta: una calle estrecha, revolución de formas en las paredes incoloras por la mezcla excesiva del color; y cuando ya se desbordaba el arte, el garabato feliz, el dios-graffiti de las paredes… tenemos al municipio que resucita el espacio y le da el color lúgubre del espanto: las paredes resucitan.

Vestidos de rojo en los ojos buscamos el primer espacio, se aproxima el Wolf: “Hip-hop is not rap”. Luego, unos gusanos distorsionados del Marcos. Todo es perfecto: nuestros cuerpos son pura cadencia rítmica innata, bailamos los “beats” imaginarios que se crean súbitamente en nuestras cabezas, tenemos nuestros instrumentos de arte (de ese arte que no creamos, simplemente nos nace, la mayoría de las veces en maneras no artísticas) en las manos listos para la súbita posesión de los espíritus urbanos que depositaran en nosotros alguna palabra y la dejaremos plasmados en los intersticios de la pared a los lados de otras obras, de los grandes artistas-ángeles-demonios de la ciudad. Y quizás, en el ímpetu de escribir algo dejemos un “tag” para que nuestra identidad clandestina se haga efímeramente eterna en ese lienzo que tanto amamos, pared. Consagraremos nuestra borrachera escribiendo la ciudad y luego contemplando el grito hecho colores y formas de los míticos seres nocturnos, anónimos hijos del cemento y, antaño, el pincel: los graffiteros.

Esta es, y fue, nuestra noche, procesión de la tarde. Y dieron las tres con nueve minutos de la madrugada y la fatiga era abrumadora: nos fuimos de ahí, cada uno a su periferia. Pero por un momento dudamos, nos miramos calladamente buscando un consenso, buscando un pretexto para seguir cabalgando la noche. No. Era suficiente: un martes. Había sido una jornada intensa: la mañana, la tarde, la noche, la madrugada. El día se nos hizo otro en Río Piedras, en la pequeña calle estrecha que esta a la izquierda del Boricua, mientras cada uno, íntimamente, soñábamos con una gran calle, una gran ciudad, con fantasmas del futuro que nos asistieran en la terrible soledad que nos hizo sucumbir… y dejamos nuestra ficción urbana, nuestro escenario de nostalgias… nos fuimos.